José Ángel Valente (1929-2000) fue un poeta místico, no por la búsqueda de un ser divino, sino por la manifestación de la palabra a través de su bolígrafo. Gómez (2010), refiriéndose al autor, lo dice así: “El místico recurre a la poesía para dar cuenta de la impotencia del lenguaje ordinario, para dejar constancia de la limitación humana” (p. 167). Lo que le convierte en un místico moderno especial es su decidida intervención en el territorio de la Nada, donde, a pesar de la oscuridad y la nostalgia, según el propio poeta, “sólo se llega a ser escritor cuando se empieza a tener una relación carnal con las palabras” (citado en Gómez, 2010, p. 170). ¿Cómo dibujar la Nada y cómo suscitar ese encuentro? Valente (septiembre de 2000), para este análisis, propone “la experiencia abismal”: el viaje de liberación de uno mismo por medio de la materialidad que facilita el eros y que le devuelve al poeta al silencio y la eternidad, como se evidencia en sus poemas: “El temblor” (Mandorla, 1982) y “Anónimo: versión” (Fragmentos de un libro futuro, 2000).
Así, si “El temblor” nos hace temblar es porque de él brota una imagen, la más mística de todas: la lengua. Repetida cinco veces en un poema compuesto por veinte versos, a Valente (1982) le conmueve el encuentro con su amada, sí, pero le estremece el “canto germinal” en su garganta, palabras con las que concluye dicho encuentro. El espacio que consolida este “acontecimiento” (para Gómez (2010), es así que el poeta “testimonia lo sagrado” (p. 165)), no obstante, es la Nada, el lugar al que acuden los amantes para despojarse de sí mismos; mejor: el inefable gesto que les dice que existen.
En el poema, este espacio sagrado, el cual el poeta anhela y transita porque entiende que en sus entrañas reposa el conocimiento, está poblado por vértebras que separan cuerpos ausentes y demoradas huellas (Valente, 1982, vv. 5-6 & 8, respectivamente). Son estas imágenes las que nos remiten a un espacio y un tiempo que se sitúan más allá del hecho consumado. Empapados como están “en las mansiones líquidas/ del paladar” (vv. 11-12), el rastro que dejan atrás solo podrá disiparse. Sin embargo, es justamente esta consciencia de lo efímero, a pesar de la certeza de haber sido parte de la estadía propia y ajena, que les convierte a estas imágenes en particularmente místicas.
“Lo que queda”, frase con la que Valente tuvo que haber luchado mientras componía este y el siguiente poema, le lleva a proponer que es “la raíz del temblor” (Valente, 1982, v. 18) el motor que hace posible que algo, en efecto, quede. Por tanto, si los amantes existen, es porque el acto de amar les ganó la carrera. Y lo que le maravilla al autor, porque es en ese espacio-tiempo en el que él logra encontrarse a sí mismo, es que sea ese acto el que finalmente transcienda, mientras él se hace eterno. No, el autor no se aleja por un instante del cuerpo, el suyo, y tampoco del otro, el de su amada. Es más, los persigue y, por supuesto, los añora. Todo, a vista y paciencia de lo que podríamos llamar su “dios”: la palabra. Por eso, en “El temblor”, la lengua es amasada por salivas, paladares y hasta ingles (vv. 9, 12 & 13, respectivamente), porque de tremenda unión solo puede surgir un “¡ah!” o quizá un “¡oh!”. Para Valente, sin embargo, eso es más que suficiente, porque es con ella –sílaba que se hace palabra para convertirse en interjección cuando los sentimientos expresan su admiración, alegría, asombro, pero también su pena– que él se eleva; y es con ella que su amada ha empezado el verso vigesimoprimero.
Finalmente, resulta curioso que una versión de “místico” sea “cerrar los ojos y labios”, obtenida a través de su fuente: muein, su raíz griega. Y es que así se le puede ver al autor: prendido bajo la lluvia, una imagen que atraviesa el poema, tanto para abrirlo como para cerrarlo. Sí, el poema inicia con la lluvia como una lengua (Valente, 1982, v. 1). Símbolo de fertilidad, el camino que funda solo puede ser para delante. Luego, en el noveno verso, hay un hundimiento en las salivas; con lo cual el poeta parece decirnos que algo, quizá el amor, ha sido sembrado. No obstante, al final sentimos el peso del reverso: la lengua como una lluvia (v. 17); y no cualquiera, sino una lengua oscura (v. 17). Por eso cabe preguntar si, en efecto, lo que nos espera, según Valente, es el retorno a las tinieblas.
La respuesta viene de la mano de “Anónimo: versión”, el haiku que cierra Fragmentos de un libro futuro (Galaxia Gutenberg, 2000), su último libro que se publicaría después de su fallecimiento. Si bien, el poeta comulga con el pintor Bram van Velde cuando este sostiene que “es necesario tratar de ver, donde ver ya no es posible o donde ya no hay visibilidad” (citado en Valente, septiembre de 2000, párr. 14), la oscuridad a la que se refieren no es del nihilismo; es, más bien, de la “vacuidad” o del “vacío”, a los que Valente llama la “[N]ada positiva” (párr. 42). Por eso, el verso vigesimoprimero –que habrá de volar y, por tanto, rebasar cualquier intento de sujeción–, es la “Cima del canto.” (Valente, 2000, v. 1), puesto que la amada ha aprehendido su propio lenguaje.
Y él, por su lado, lo ha visto todo, desde el anonimato, emitiendo, por esta vez, una primera versión. Según Fernández (2010), lo que le permite promulgar este alegato es “el instante en que dicho cantor, en virtud de su pura transparencia, resulta ya indistinguible de su arte” (párr. 10). Pues, esa es la fuerza y el misterio de la palabra: culminar en la libertad del autor. Fernández añade que es un: “Canto de la postumidad que es origen” e insiste en que es la “sola posibilidad de perpetuación de una memoria finalmente liberada del individuo” (párr. 10). La voz de la amada, en el caso de “El temblor”, y la voz del autor, en toda su obra, explorando, como lo hiciera un ruiseñor (Valente, 2000, v. 2) (también una imagen mística precisamente porque su voz se equipara a lo que Borja (2002) llama “la palabra quemada”, “aquella que sobrevive a la disolución del lenguaje”, “la palabra poetizable” (párr. 35)), lo que Valente (1991), citando a M.C. Pasquier, señala que son “las zonas invioladas del aire” (p. 2).
Referencias
Borja, M.J. (2002). El latido erótico de la palabra en Mandorla. Especulo. Revista de Estudios Literarios, 21(s.n.). Madrid: Universidad Complutense de Madrid. Recuperado de goo.gl/EgidnY
Fernández, M. (2010). El último poema. En “Presencia de José Ángel Valente”. Santiago de Compostela: Universidad de Santiago de Compostela. Recuperado de goo.gl/hTQQBM
Gómez, J.L. (2010). Un templo vacío. Lo sagrado en la escritura de José Ángel Valente. Revista de Literatura, 72(143), 157-184. Recuperado de goo.gl/XN518F
Valente, J.Á. (1982). El temblor. Recuperado de goo.gl/7UHYaC
Valente, J.Á. (1991). Sobre el sueño de vuelo: De Leonardo a Juan de la Cruz. Cuenta y Razón del Pensamiento Actual, 54(s.n.), 107-108. Recuperado de goo.gl/eRMZE5
Valente, J.Á. (Septiembre de 2000). Mandorla: la experiencia abisal. Letras Libres. Recuperado de goo.gl/eitMiq
Valente, J.Á. (2000). Anónimo: versión. Recuperado de https://goo.gl/2Er9dH