Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche. -M. de Unamuno (1907, p. 2)
Este breve ensayo comparativo argumenta que los poemas “¡Id con Dios!” y “La oración del ateo” de Miguel de Unamuno (España, 1864-1936) son muy parecidos, tanto en el papel de Dios en torno a su construcción, como en la fuerza que le otorga a su contenido.
Para empezar, si Unamuno (1907) dice que su “religión es luchar con Dios” (p. 2), es porque lo que busca es desentrañar el misterio de su existencia. Él no sabe si Dios existe; mejor dicho, lo que busca es hacer que exista. Lo hace a través del ejercicio literario –i.e., la escritura de sus poemas– porque está seguro que es lo único que le revelará el camino hacia lo divino. En palabras de López (1985), con Unamuno, cada poema es una “criatura autónoma”, pero también un “grito”, un “aullido” que nos remite a “una reivindicación ‘furiosa’” del lenguaje (p. 73; mi énfasis). Por tanto, si Dios existe, es por medio de la palabra –primero sentida y, luego, escrita–.
En “¡Id con Dios!”, Unamuno (1999[1907]) lo dice así: “Íos con Dios, pues que con Él vinisteis” (v. 31); y lo remata con: “¡hijos de libertad! y no mis obras” (v. 37). Dios se ha pronunciado, de la mano de Unamuno, como un acto liberatorio que lo único que le provoca es devolver a su autor original su obra. En “La oración del ateo”, publicado cuatro años más tarde, la misma búsqueda existencial se manifiesta así:
¡Qué grande eres mi Dios! Eres tan grande que no eres sino Idea; es muy angosta la realidad por mucho que se espande para abarcarte. (vv. 9-12)
Unamuno sigue luchando con la cuestión de Dios. En este caso, él sabe que el lenguaje le queda corto, a pesar de ser el único instrumento de prospección y de encuentro. Por eso dice que hay que seguir buscando. “No sé”, recalca el autor, “cierto es; tal vez no pueda saber nunca, pero ‘quiero’ saber. Lo quiero, y basta.” (Unamuno, 1907, p. 3).
Y es precisamente ese impulso hacia delante –esa voluntad de existir para investigar– lo que Unamuno persigue contagiar a quien le lea. Él sabe que es la sospecha –mas no la certeza– el motor que da sentido a la vida. Por eso, para insistir en que en un mundo de incertidumbre, donde la existencia de Dios es todo menos clara, en el que la redención del ser humano es la búsqueda de la verdad a través de la pregunta y no la respuesta, es que Unamuno, según Valverde (1977), prosigue a despojarse de su “exceso de ‘yo’” o, lo que es lo mismo, su “autoposesión egolátrica” (p. 11). Quitarse de encima uno mismo, es decir, despejar el camino –ese, según Unamuno, es el primer paso si lo que se quiere es encontrar la verdad.
En torno a sus poemas que componen Poesías (1907), su primer poemario, el autor reflexiona sobre esta intención así: “no son más que gritos del corazón”, dice él, “con los cuales he buscado hacer vibrar las cuerdas dolorosas de los corazones de los demás” (Unamuno, 1907, p. 4). En “¡Id con Dios!”, él habla de sus “gritos” y dice que “a mi alma vinieron vuestras almas, / a anegarme en el fondo del silencio” (Unamuno, 1999[1907], vv. 53-54). Es un camino de dos vías, en el que si el lector escuchó lo que el autor Unamuno tenía que decirle o recordarle, entonces su propósito –el de contagiarle de “esas grandes y eternas inquietudes del corazón” (Unamuno, 1907, p. 3)– habrá echado raíces. Y, si ahora el autor Unamuno, se encuentra “en el fondo del silencio”, no será porque esté muerto, sino porque sus poemas siguen vivos.
En “La oración del ateo” ese mismo camino sigue pendiente. Sin embargo, esta vez Unamuno (1999[1907]), dirigiéndose a la Idea de Dios le dice que: “No resistes / a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes” (vv. 4-5). El autor ya no está solo, pues es otro ser humano más, parte de lo “nuestro”, que persiste en hablar con Dios; y si él, Dios, se hace presente, es porque reconoce la petición indeclinable (¿seductora?) que le infunde vida. “Espirituales y no intelectuales han sido los más de los grandes poetas”, dice Unamuno (1904), al referirse a poetas como Wordswordth, por quien se siente influenciado (s.n.). Es lo que busca: incidir en la construcción de la espiritualidad de quien le lea. Y no de cualquier manera, ¡sino como un hereje! En sus propias palabras: “Todo verdadero poeta es un hereje, y el hereje es el que se atiene a postceptos y no a preceptos”; lo que le permite concluir que “el poema es cosa de postcepto” (Unamuno, 1932, s.n.).
Según Darío (mayo de 1909), ciertos versos de Unamuno “suenan como martillazos” porque precisamente nos “hacen pensar en el buen obrero del pensamiento que, con la fragua encendida, el pecho desnudo y transparente el alma, lanza su himno o su plegaria, al amanecer, a buscar a Dios en lo infinito” (párr. 18). Darío se refería a “¡Id con Dios”; y yo añadiría a “La oración del ateo”, puesto que ambos ayudan a abrir con fuerza la puerta para la reflexión, el encuentro con la verdad y el camino hacia la libertad.
Referencias
Darío, R. (Mayo de 1909). Unamuno, poeta. La Nación. Recuperado de https://goo.gl/ZY2m7A
López, J. (1985). Personalidad lírica. Unamuno (pp. 53-86).
Unamuno, M. de (1907). Mi religión. Recuperado de https://goo.gl/ROiqdQ
Unamuno, M. de (1904). Intelectualidad y espiritualidad. La España Moderna, 3.
Unamuno, M. de (1932). Poética. En G. Diego (ed.), Poesía española. Antología (1915-1932).
Unamuno, M. de (1999). Obras completas, IV. Madrid: Fundación José Antonio de Castro.
Valverde, J.M. (1977). Introducción. Miguel de Unamuno. Antología poética (pp. 7-16).